Guillermo Lusa (*)
En abril de 1931, hace 80 años, estallaba machadianamente la primavera con la proclamación de la República. Una monarquía desprestigiada y corrupta, comprometida hasta las cejas con la dictadura de Primo de Rivera y con el desastre del ejército español en Annual, desaparecía de la escena empujada por una ciudadanía ansiosa de reformas políticas, sociales y éticas.
La imagen alegre de esta República, que llenó de ilusión a los pueblos de España, ha sido sistemática y planificadamente borrada del imaginario histórico por los publicistas franquistas y sus epígonos contemporáneos, imagen que pretenden sustituir por la azarosa y violenta de los últimos meses de la República, cuando el terrorismo de los pistoleros falangistas desestabilizaba al gobierno legítimo surgido de las urnas en febrero de 1936.
En la primavera de hace 80 años empezaron a ponerse las bases para elaborar una de las constituciones más avanzadas de su tiempo: libertad de pensamiento, derechos de la mujer, separación Iglesia-Estado, educación pública laica y gratuita... El gobierno provisional de la República tuvo que enfrentarse a numerosos problemas. España era en los albores de la década de los 1930 un país predominantemente agrario, con enormes desigualdades en la propiedad de la tierra, con industria escasa y muy concentrada en pocas zonas, con enormes tasas de analfabetismo, con una inadecuada e ineficaz organización del Estado, corroída por la oligarquía y el caciquismo. Durante el primer bienio, el gobierno de Azaña impulsó un moderado programa de reformas: incremento de los gastos en educación, dignificación del magisterio, proyecto de reforma agraria, descentralización del Estado (Estatuto de Cataluña), modernización del ejército, educación popular (Misiones Pedagógicas) ...
Pero, como todos sabemos, la República sucumbió ante una sublevación militar reaccionaria apoyada por las potencias fascistas. Derrotada la España republicana –abandonada por las democracias occidentales– una feroz represión se abatió sobre los vencidos. Arrojado medio millón de personas al exilio en condiciones lastimosas, España se convirtió en una inmensa cárcel, sobre la cual los vencedores se aprestaron a edificar un Nuevo Estado, inspirado tanto en los totalitarismos alemán e italiano como en los ecos de la España imperial de varios siglos atrás. Fueron derogadas las leyes republicanas que habían intentado tímidamente modernizar las arcaicas estructuras sociales y mentales del país, desde la Reforma Agraria hasta la Ley de Divorcio, incluyendo los estatutos de autonomía y las normas que hacían posible la coeducación en las escuelas. Fue prohibido el uso público del catalán, del euskera y del gallego. Se disolvieron los partidos de izquierda y se persiguió y castigó a sus miembros, y lo mismo se hizo con masones y protestantes. Porque el afán destructor del Nuevo Estado no se limitó a las instituciones republicanas, sino que se pretendió eliminar de nuestra Historia a la democracia, al parlamentarismo, a la Ilustración y a todas las demás señas de modernidad características de nuestra civilización europea.
La resistencia al franquismo existió de una u otra forma hasta la muerte del dictador, pero no fue lo suficientemente fuerte como para derrocarlo, aunque sí lo fue para evitar la perpetuación pura y simple del ominoso régimen. El resultado de la compleja y nada modélica Transición ha sido una monarquía parlamentaria en la que, bajo formas democráticas, lo esencial de los resortes del poder sigue residiendo en las clases y grupos sociales que se aprovecharon del franquismo.
Aparentemente, los pueblos de España están hoy alienados y embrutecidos por el fútbol y la televisión basura. Pero bajo esa apariencia de completa sumisión existe una creciente indignación ante las penalidades económicas, las dificultades para encontrar trabajo, la corrupción dominante y el desmantelamiento de nuestro raquítico “estado del bienestar”. El malestar frente al sistema, frente al régimen monárquico, todavía no ha cristalizado ni política ni socialmente como para constituir una alternativa global creíble. Pero cada vez son más numerosas las iniciativas y propuestas de coordinación para luchar contra la exclusión y el desempleo, contra los desahucios de viviendas, contra las injerencias de la burocracia europea en connivencia con los grandes intereses financieros, y en demanda del aumento del gasto social y de una reforma fiscal que obligue a tributar a las grandes empresas, a los beneficios de los bancos y a las transacciones financieras especulativas.
Estamos convencidos de que cuando estos proyectos de cambios profundos se consoliden y, con el trabajo y la ilusión de muchísimas personas, consigan alcanzar la hegemonía política, social, intelectual y moral que merecen, el ideal de la Republica y sus valores impregnarán y darán forma a la sociedad más justa, racional y feliz que ha de sustituir al desorden secular establecido que hoy padecemos.
Los republicanos y republicanas de Sabadell seguiremos trabajando por el advenimiento de esa nueva eclosión de la primavera republicana, ocurra en el mes que ocurra...
(*) Profesor universitario. Associació Sabadell per la República.
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